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Los pies del cielo
Los pies del cielo
Miguel Ángel Sosa Machín. Novela. 1 Edición. 2014. cartoné. 15x23 cm. 238p. ISBN: 978-84-943203-0-9
A esa hora de la tarde Úrsula Holtmam presintió la tormenta. Un hormigueo en las manos que ascendía por los brazos y terminó acogotándola, fue su primer aviso. Poco después la vista se le nubló, y todo lo que vio fueron manchas negras: un oscuro zigzag acompañado de sensación de vómito. Luego, ese martilleo que se instaló en la sien hasta taladrarle la cabeza. Y, al final, ese hedor, el nauseabundo olor que le barruntaba las jaquecas. ‘Se te ennegrece el cielo, viene borrasca, Úrsula’, reflexionó. Pero no le resultaba extraño. La jaqueca la perseguía hacía tiempo. Mucho tiempo. Era casi su otra sombra. Secuelas del pasado. Aunque había aprendido a convivir con ella temía sus consecuencias, pero no se amedrentaba. También por el olor calibraba el daño. Temía a esa fetidez más que al zarpazo. Y había sufrido grandes penalidades. Ni recordarlo quería. Se persignó para ahuyentar sus males. Había que coger el toro por los cuernos. Era mujer con arrestos. Lo tenía comprobado. De eso no cabía duda. Había recurrido a todo para lograr calmar su tormento: infusiones, bálsamos, cataplasmas de arcilla… preparados contra las cefaleas, procedentes de China, África o Sudamérica. En busca de un remedio se había puesto en manos de una curandera, una bruja e, incluso, un yogui hindú. También acudió a la consulta de algunos amigos médicos que le diagnosticaron trastornos psicológicos. ¿Qué diantre sabrán ellos? No quiso verlos más. Nada la mejoraba. Hasta que un ‘ángel’ le encontró una cura. ‘El remedio lo tienes en tu casa: la oscuridad, el silencio y una simple aspirina’, recordó que le dijo una desconocida que la oyó lamentarse en la farmacia. La tomaba diluida en agua mineral. Era así como se la servía su fiel ama de llaves. ‘Qué haría yo sin ella’, consideró, mientras Teófila revolvía la pócima salvadora con una cuchara de plástico. En esas circunstancias el más mínimo ruido podría desquiciarla. Si se tomara las pastillas enteras le producirían gases y problemas de estómago. Su asistenta le evitaba esas molestias. Sobre la cómoda, en bandeja de plata, la cubitera, el antifaz de seda, la cajita labrada con tapones de cera, el bote con compresas de gasa, la pequeña toalla y el tarro del ungüento. Inmóvil y aturdida se abandonó en sus manos. Teófila la tendió en la cama, le puso el antifaz y los tapones de cera con tal delicadeza que apenas se dio cuenta. Metió las manos en el agua helada; se las secó, y con las manos frías le masajeó la cabeza. Siguiendo siempre un mismo rito, comenzó por la nuca ascendiendo, despacio, hacia la frente. Y aunque la reconfortaba, Úrsula se sentía desvalida, como un pájaro que ha caído del nido y al que Teófila rescataba en sus brazos amortiguando el golpe. Reposar en la cama, bajo la suave manta. La soledad. El silencio. La paz.
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