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Historias del cabotaje. Cal, alfalfa y cabras en los veleros canarios
Historias del cabotaje. Cal, alfalfa y cabras en los veleros canarios
Andrés Rodríguez Berriel. Relato histórico. 1 Edición. 2013. cartoné. 15x21 cm. 52 p. ISBN: 978-84-942023-3-9
Andrés Rodríguez Berriel nos cuenta, retrospectivamente, de la navegación marítima en Canarias, los barcos y sus tripulaciones, el comercio y el cabotaje, de los corsarios... Pero los grandes avances tecnológicos nos transformaron. El mar no es ya la vía principal de comunicación de los canarios y los aviones han hecho posible el turismo de masas del que las islas viven hoy. El autor, pues, nos habla de un mundo extinto que, sin embargo, alcanza, en toda su extensión, hasta más allá de la mitad del siglo XX.
Afortunadamente, ese mundo extinguido queda en la memoria, en la identidad, de mucha gente. El insigne poeta Joan Margarit nos sorprende en su poemario Se pierde la señal con unos versos que coinciden con algo de lo que se relata en las páginas por venir y que también pertenece a su imaginario personal:
la calle de casitas en Las Palmas.
Cada una tenía una cabra en la azotea.
Al fondo, el mar.
Porque el mar no puede ser de otra manera, es omnipresente en un archipiélago, una entidad geográfica que une y separa a un tiempo. Tal es así que el periodista y escritor Juan Cruz Ruiz señalaba en un artículo que la dificultad de Canarias es que cada cual es de su isla. A lo que añado que salvo en el caso de que se mantengan fuertes vínculos emocionales con varias de ellas. Nuestro autor los tiene con Fuerteventura, Gran Canaria y Tenerife, lo que le otorga un lugar de privilegio en la atalaya desde la que se divisa todo el archipiélago y el océano que es, por igual, frontera y calzada. Y no olvida que la nuestra es una historia de migraciones, que ha llevado y traído gente como un signo indeleble de su destino, el de una sociedad que se ha construido sobre el mestizaje de personas y culturas.
Algo sabía, por lecturas, relatos familiares y vivencias personales, de lo que en las próximas páginas se comparte con el lector. De las experiencias propias, tiene especial importancia la memoria olfativa. Sucede cuando me alcanza el humo de un hornillo en el que se asa tasajo de calamar en el parque de San Telmo. Me reencuentro con el niño que fui. Ese pasado que se conserva en mi pituitaria es, además, un prodigio que no conoce de nacionalidades: fue en La Habana Vieja que redescubrí, ya en el siglo XXI, el olor del barrio capitalino en que nací en los años 60 del siglo precedente. Y era, para mi sorpresa, un tenue aroma que se esparcía desde el deficiente alcantarillado. Nuestro presente es más salubre en todos los sentidos que el, no obstante, añorado pretérito.
Pero volvamos a lo que nos trae a cuenta. El autor, además, nos regala con una bonhomía libre de prejuicios cuando hace justicia a la masonería tinerfeña, dejando constancia de su importante y truncada labor social, que se encauzó sobre todo en la educación de un pueblo, en aquel entonces mayoritariamente analfabeto. La dictadura se encargó de acabar con esta tarea y borrar su recuerdo. Tal vez este sea un buen ejemplo para ilustrar, en sus dos vertientes, esa máxima masónica de que los debates sobre religión y política enemistan a las personas. Rodríguez Berriel se ocupa de que esa gran labor social de los que luego serían proscritos y represaliados no sea borrada de la historia.
En fin, siempre es como agua fresca, extraída por un molino de Chicago Aeromotor, encontrar la memoria de nuestra tierra descrita con una honradez histórica y testimonial que, además, lo quiere ser de todo y para todo el archipiélago. Eso me sana de algunos espantos. Espero que a los lectores también.
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